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Yo conozco un jardín donde es, callado, el amor.
A él se accede por una vereda salvaje para caminar. Hay un esfuerzo en
la entrada, en la profanación. Sobre el jardín hay un arco, toda la casa
es una cúpula, bajo ella hacemos vida la familia. Mi casa está
descontextualizada, porque parece un palacete árabe en medio del
desierto. Es calurosa en verano y fría en invierno, para ahuyentar a las
visitas. Es una falsa mezquita con un aparato roto de viento a cada
costado.
Cuando
hay luna llena, alrededor de la medianoche la casa no deja de ser una
cárcel, con verjas verticales y negras. Bajo el cielo de bóveda se puede
ver alguno de sus habitantes que recorren en silencio lentamente la
llanura. Mi casa tiene dos pináculos, a modo de iglesia evangélica, es
una casa multidisciplinar que refleja todo lo que hemos viajado. Y
también es un frontispicio minimalista, un lienzo en blanco, a punto de
ser grafiteado. Mi casa merecería ser aquella, que pequeño oso está
buscando para formar su mundo mágico. Ha sido concebida como las casitas
de cuentos que parece que ponen caritas. Mi casa, ahora que la miro
fijamente es un gatito bizco. ¡No me digas que no!
Si
excavas en el patio de mi casa encuentras seguro un tesoro, o el
cadáver de algún asesinato pasional. Cada corredor lateral es una
terminal que se conecta con tu móvil o tablet por bluetooth. Afuera, en
el jardín los insectos se balancean sobre las briznas de hierba que para
ellos son tan grandes como bambúes.
En el jardín de mi casa hay un bosque de hierbas salvajes, uno minúsculo donde es callado el amor.
Es una playa perdida, un campo de verduras y frutas, un vergel. El
patio de mi casa es igualito al de los naranjos de la Alhambra, pero en
restauración. Hay una columna de humo que en otra época fue una fuente
bereber y que se ha incendiado porque el planeta se revela. Por todo
esto, la casa se eleva sobre las ruinas y nos ofrece entre sus brazos el
amor.